Así en la tierra

Hay en Varanasi un sol implacable que roza los 40 grados y hay una colección de botellas de agua. Hay un mapa, una nube de moscas, un cierto aroma a incienso y algo que podría ser sándalo. Hay una emoción incontenible que arrastra los cuerpos a la calle como un rosario sin fin. Hay un lugar en el mundo que golpea de frente, sin miramientos, que zarandea conciencias, que impacta. Fuera hay un hervidero de gente, dentro, de emociones. Es Varanasi. Es Benarés. Fue Banaras, fue Kashi, la ciudad de Shiva, del Señor de los tres ojos.

Surcada por la Madre Ganga, la ciudad más antigua del mundo no recibe al visitante. Está abierta en canal por el río más sagrado del mundo y contiene el fluir de su sabia como puede, dejándose llevar por su ritmo frenético ajena a todo lo demás, acogiendo a vivos, despidiendo a muertos, y ocupándose a penas de sus tres mil templos, de sus templetes y de los millones de dioses a los que se venera, se pide y se reprocha a la vez.

A Varanasi se llega a morir. O a ser cremado. Según el hinduismo, aquel que muera en la Ciudad Santa, va directo al Nirvana, y alcanza el moksah, librándose del  circulo de las reencarnaciones; esa es la razón principal por la cual en cada rincón de cada una de sus estrechujas calles, en cada esquina y en cualquier parte parece acechar la muerte.

Su laberinto de calles minúsculas está plagado de vida: centenares de fieles, mendigos, vendedores de humo y objetos inverosímiles; familias enteras cargadas de cachivaches, sabios, algún leproso, visionarios, ancianos decrépitos, mujeres, niños delgados como hebras y niñas guapas que posan para las fotos. Turistas que no salen de su asombro y caminan perdidos, atribulados incluso por este laberinto sin Minotauro.  Hay rateros y ascetas. Vacas huesudas y parsimoniosas, perros callejeros, cabras locas, cachorros por doquier encantadores de serpientes, limpiadores de oídos, vendedores de dentaduras enteras y si quieres también, de dientes sueltos. Y Magos. Y Aladinos de medio pelo que frotan sus baratijas en camisetas raídas que desconocen el agua. Hay ratas, cucarachas, basuras, ciclo-rickshows que sí o sí pasarán por aquella calle impracticable… tanto bullicio, tanta vida, tanto latido que uno no sabe si el laberinto está verdaderamente en sus vetustas callejuelas o éstas son simplemente la representación en piedra del ese caleidoscopio de almas humanas, ese enjambre que asalta la emoción del viajero y le golpea el corazón diciéndole: ¨Mira, hay otra vida. Hay otras vidas, y también duelen”.

Y luego están los Ghats, esas escalinatas plagadas de gente día y noche que desembocan en el Ganges. Ellas son las verdaderas protagonistas; el auténtico reclamo de la ciudad más antigua del mundo; el objetivo final de todas las vidas que acuden a ellas, cada una con sus muertos, desde los rincones más remotos de este país y en las más peregrinas condiciones para decir adiós.

Hay que bajar a ellas para sentir Varanasi. Hay que mezclarse con la gente, hay que abrir los ojos. Hay que respirar profundo, y como si de un ejercicio de yoga se tratase, ir soltando despacio el aire, poco a poco, e iniciar el complejísimo ejercicio de mirar: Al amanecer hay quienes hacen sus pujas –ceremonias-cerca se dan clases de yoga, hay un Sadhu* de palo meditando hierático en la cornisa de un edificio; tiene la vista puesta en un más allá que apetece descubrir a su lado de tan solemne como se presenta ante nuestros ojos. Un grupo de turistas intenta sacar fotos a las hogueras sin que se note. Un anciano tropieza a cada paso vencido por el peso de los años y por una espalda que no puede enfrentar por más tiempo la ley de la gravedad, hay mujeres que enhebran guirnaldas sin parar. Hay gente. Mucha gente. Cortejos fúnebres, gente que se lamenta pero que no llora del todo, gente riendo, gente rezando, gente mirando. Algunos hacen sus ofrendas, se acicalan en la orilla, lavan la ropa, purifican sus pecados. Hay un grupo de peregrinos que se sumerge en las aguas de la Madre Ganga recitando lo que parecen ser mantras, y luego están los porteadores de tablones y madera de sándalo, famélicos algunos, fibrosos en su escased las mayoría, enegrecidos todos.

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Y mientas, la ceremonia de la vida y la muerte, que no entiende de tiempos ni de religiones, se fundirá en un mismo compás al calor de una pira funeraria que arderá hasta dónde llegue el dinero de la familia para maderos. Sólo se salvan de las llamas los cuerpecitos de los niños**, que no son cremados sino  amortajados y entregados a las entrañas del río gracias a la piedra que se les ata alrededor para que se hundan.

Tañen las campanas, restallan los aplausos, las voces que recitan mantras se elevan por encima de credos y religiones, y los miles de círculos de fuego frente al río confirman la teoría: Varanasi agota. Varanasi enamora. Te aprieta el corazón.

Mientras, en el río, las barcas, cada una con su Caronte, surcan las aguas cargadas de deseos, de velas y de restos de cadáveres que serán arrojados al río. Lo que queda de ellas amortajadas con seda en color azafrán o en rojo, ellos en blanco y los más ancianos tienen reservada la seda dorada. Es increíble pasear en barca y observar la escena desde unas aguas marrón-chocolate que asustan de tan contaminadas. Es hermoso tanto al amanecer como en el ocaso. Tanta espiritualidad, y da igual si es o no impostada, es sobrecogedora.

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Y conmueve. Los cuerpos que hoy queman, es probable que, si son de Benarés, hayan muerto unas horas atrás. Al fallecer, la familia llama al HolyMan quien atestigua la muerte e inicia el ritual. El cadáver debe despedirse de sus tres madres: Primero se debe bañar y mezclarlo con un ungüento de miel, leche y mantequilla, como símbolo de protección de la madre vaca. Después debe ser envuelto en seda como símbolo de pureza, y finalmente debe ser rodeado con madera de sándalo y transportado al Ganges para darle su último baño en el seño de la Madre Ganga antes de ser incinerado y despedido en el seno familiar –símbolo de la madre física-. La esposa despide al esposo y viceversa; la madre es despedida por el hijo más joven, y el padre por su primogénito, y estas tres figuras deben haberse rasurado previamente todo el bello del cuerpo, y sumergirse desnudos en el Ganges instantes antes de la cremación, para vestir, finalmente una fina sábana de seda blanca y dirigir el rito funeario.

Varanasi no se agota en su río. Ofrece al viajero, además de su corazón, el Barrio de Chowk, en el que siempre habrá un cortejo funerario al que dejar paso, y el Templo de Bharat Mata a orillas del Ganges inaugurado por Gandhi, otras joyas que deben ser saboreadas despacio. El Museo Bharat Kala Bhawan, el importantísimo Templo de Durga plagado de monos rojos, el Templo de Vishwanath llamado también templo de oro, la Mezquita de Gyanvapi, el Sankat de Mochan, o los tempos de Annapurna y Tibhandeshwar. Y por supuesto el Bazar Thatheri donde se vende el mundo por un puñado de rupias.

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Todo parece irreal en esta vieja ciudad. Todo tan de contrastes, tan fascinante. Hay que dejarse llevar, empaparse de este mundo, de sus olores la mayor parte de las veces nauseabundos, hay que sorprenderse a cada paso, al descubrir un lingam sagrado –un falo-, y otro, y otro más al doblar cualquier esquina de un callejón cualquiera; hay que tratar de entender, hay que intentar no sufrir demasiado cuando se choca de frente con una miseria y con un dolor tan terrible que paraliza. Y hay que llorar si acaso. Y dejar que la vida se abra paso: vitalista, brutal, bulliciosa y caótica.

Namasté, Varanasi.

* Los llamo Sadhus de palo porque los de verdad van desnudos para no contaminarse, no piden limosna y viven rezando en la otra orilla del río.

**Los niños no se queman porque son considerados flores y hasta pasados los quince años tienen una oportunidad para volver a la vida, por eso no pueden ser devueltos al cielo. Se salvan también las mujeres embarazadas, por la misma razón, los holymen, los shadus que deben permanecer entre los vivos en la misma forma corpórea para rezar por el mundo, los leprosos pues representan la muerte de la carne y los mordidos por una cobra negra, la cual simboliza la muerte, conquistada por Shiva quien lleva una enroscada al cuello.

Las fotos son de aquí, de aquí y aquí

6 comentarios
  1. Miss B.
    Miss B. Dice:

    ¿Se puede intentar no sufrir demasiado? ¿O se posterga el sufrimiento para cuando se pueda expandir sin límite?
    Me gusta muuuuucho leerte.
    Muchos besos.
    B.

    Responder
  2. Jaro
    Jaro Dice:

    No pares…nunca…disfruta de tu nuevo nacimiento, y no olvides que aunque tu maleta, de ruedas, no pese mucho mas, cada vez arrastras a mas y mas fans…
    Un besazo.

    Responder

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