Un puto looser
Suena su móvil en mitad del vagón semivacío y resopla con ínfulas de superioridad antes de cogerlo mirando, previamente, a ambos lados. Justo al girar a la izquierda se cruza con mi mirada. Pone los ojos en blanco con un gesto cómplice al que asiento impasible y con cierto desdén. “A mi no me metas. ¿Yo que sé quien te llama?. Es más. M-E-L-A-P-E-L-A”.
(Pero la curiosidad periodística hace que me cuelgue que aquello que vaya a pasar, sea lo que sea)
Descuelga.
Al otro lado una voz masculina le saluda. Lo sé porque vamos solos en el vagón y donde sea que esté la voz debe de haber ruido porque habla muy alto.
Él decide arrancar con un “no jodas, Paco, qué haces?, ¿currando?”. Ni hola ni ná.
Y Paco le cose a datos. Y parece que no está currando, claro, que ha salido hace más de dos horas y que después del gym está de copas.
– Con Pilar? Hijo de perra…
El vagón huele a decepción y esa frase suena desafinada por los celos.
Intuyo que este personaje acaba de terminar su último ctrl +V del día. Y son las 22:49. Normal que esté ácido con la vida. “No son horas, Alfredo. Y claro, te resientes, chato”, pienso.
– “De copas en lunes? no jodas, tío”.
Me mira de soslayo y sube el tono.
Delgado, rozando lo infantil, se crece con cada taco que vomita. Lleva un pantalón de pana marrón un jersey de pico azul de cole de monjas del que asoman unos prudentes puñitos blancos y al hombro una mochilita negra de consultor más grande que su exigua espalda.
No ha cumplido los cuarenta seguro, pero luce una de esas cabezas brillantes y yermas en las que no crece pelo desde que terminó COU. Y tras la calva ancestral una cara imberbe de niño de campamento enmarca un rictus desagradable. Un Errejón cualquiera. Un aprendiz de fucker.
– Así terminas de pagar el préstamo que tienes; ese que te has buscado de por vida, cabronazo.
– Sí? Encima te lo montas de la ostia. Ahora no te puedes quejar, hijo de perra. Y menos por dinero. Ni por tiempo!
– Aunque te diré que eres un puto looser…
Juaaaaa! Me parto. Looser dice.
Es alguien que termina sus frases con un improperio para hacerse notar. De esas personas simples y anodinas que les gusta hacer ruido mientras se jactan del mal ajeno y se emponzoñan de bilis cuando a alguien le va bien.
“Ay Paco, en qué hora llamaste. Madrid está llena de gente nueva por conocer”, pienso.
Personas así de excesivas me ponen enferma, y lo peor es que a medida que el tren avanza y engorda su retahíla de tacos, noto que me va incluyendo en su conversación. Necesita público, Alfredo. Ag!
Solo le he visto un instante. Suficiente para detectar carroña.
A veces, a la gente no hace falta conocerla para saber que no mola un pelo. Igual que a veces la vida te sorprende justo con lo contrario.
Cuelga.
– Que hijoputa Paco. Qué hijoputa.
Y mientras enfatiza y sube el tono para que todo el vagón le escuche, me mira buscando no sé qué complicidad.
– Que hijoputa, -respondo-. (Respiro) Paco. Cómo se permitirá el lujo de tener una vida, ¿eh?
Y me ajusto los cascos que tenía sin volumen. Suena “Virgen de la amargura”, de Sabina.
“Rompiendo mi promesa, de no volver a verte ni en pinturaaaaa”.
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