Él le habla a él

Él le habla a él. Al otro él. Le cose a datos. Le llena de emociones. Encadena historias. Él es una explosión de color, ritmo, hormonas y ganas, envuelta en una piel color chocolate. Habla atropellado, y es que su cabeza va más deprisa que su lenguaje. Y este no le define. Ni le explica. Ni le acota.

Él se desborda en cada explicación, en busca de una preciosa palabra precisa, acompañada del ritmo tribal e innato de sus manos.

Mirarle es quedarse colgado de sus ganas. De esa pasión al hablar que solo tienen ciertos adolescentes.

Un manojo de aspavientos en tecnocolor. Un tornado. Un agitar la vida.

Y luego está el otro él. El que le escucha a él. Le analiza, trata de seguir el ritmo trepidante de la historia con ligeros movimientos de cabeza y tratando de abrir unos ojos tan rasgados que ni el andamiaje de las cejas puede aupar.

El otro Él hace gala de la comedida actitud que todo nipón lleva escrita a fuego en sus genes. Gesticula poco, contiene sus emociones y a poquitos deja escapar sonrisas al filo de sus labios sin llegar a precipitarse en forma de carcajadas. No le deja el pudor.

El otro Él está. Está para su amigo. Tanto que en un momento dado le brota un jo, colega en forma de abrazo desde lo más profundo de su orientalismo.

Dos universos tan lejanos que nadie diría que se entienden. Pero lo hacen. Con la fiereza que solo existe a los quince años.

Mientras, todos, en el vagón, contenemos la respiración en ese abrazo deseando saber cómo acaba la historia de la chica de la máscara del zorro.

#HistoriasDelMetro

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